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lunes, 2 de noviembre de 2009

Algo huele mal en el campo

Lunes 2 de noviembre de 2009

Desde los ámbitos legislativo y científico avanzan los señalamientos sobre la toxicidad de los agroquímicos vedette del modelo sojero, cuyos amplios márgenes de ganancia hoy retornan, tras haber caído con la crisis. Las voces de los trabajadores rurales, foco de la explotación económica y sanitaria. Las nuevas leyes y la rentabilidad sojera frente a la vida de los banderilleros: pobreza agroenvenenada.
Dos proyectos aprobados en la Cámara de Diputados de la Provincia renovaron el debate sobre el modelo agrícola, su sustentabilidad económica y ambiental y los efectos que derivan de la aplicación descontrolada de agroquímicos. Con casi 17 millones de hectáreas de soja sembradas en el país –más de la mitad de la superficie cultivable, un escenario que, según coinciden los especialistas, se seguirá expandiendo–, aparecen los primeros signos de preocupación en la esfera legislativa local. La semana pasada se sancionaron dos proyectos relacionados al uso de productos químicos en el campo.

La Asociación Argentina de Periodistas Ambientales difundió a principios de octubre una serie de entrevistas realizadas por Graciela Gomez, de la ONG Ecos de Romang, y Oscar Brasca, del grupo Autoconvocados de La Criolla, a jóvenes banderilleros que trabajan en campos de la zona. Una ocupación recurrente en el sistema actual: parados al costado del paso de la máquina fumigadora –que a su paso arroja glifosato y endosulfán, entre otros productos–, los banderilleros marcan por dónde tiene que pasar. Javier Oscar Villalba vive en la localidad santafesina de Marcelino Escalada; hoy tiene 24 años y a los 17 empezó a trabajar de banderillero. Comenzó con su padre por 10 centavos la hectárea. “El veneno nos salpicaba hasta en la cara”, dijo antes de contar que comían y tomaban agua al lado de las máquinas.

“Trabajábamos sin protección: ni guantes, ni máscara. Mi papá y yo caminábamos por el sembrado, hasta llegar a unos 50 metros del mosquito y marcar. De ahí nos pasaban al lado fumigando; no tenía que quedar nada seco”. El contacto con los agroquímicos dejó huellas: su padre sufre problemas de estómago y un amigo suyo perdió todo el pelo. Javier tiene “un tumorcito” en un ojo y sarpullidos constantes en la espalda y detrás de las orejas. “Lo que hacíamos era cargar los bidones y llenar el tanque con Roundup mezclado con cipermetrina”.

Humberto Miguel Lencina vive en el barrio Santa Rosa de La Criolla. Comenzó de banderillero a los 22 años y hoy tiene 25. Sus jornadas iban de siete de la mañana a las nueve de la noche. A cambio recibía 30 pesos de jornal. “Usábamos glifosato, endosulfán y cipermetrina, en la mayoría de los casos juntos: acá le dicen cóctel”. Una vez tuvieron la rotura de una manguera, la cual lo bañó con el líquido para fumigar y tuvo que terminar la jornada con la misma ropa, que se secó sobre su piel. Otras veces, dice, “el maquinista no nos veía y, con los brazos del aparato, terminaba pulverizándonos encima”. Humberto sufre de alergias y constantes dolores de cabeza. Martín Villalba, compañero de equipo de Humberto, trabajó hasta la cosecha pasada. Hoy tiene 22 años, es banderillero desde los 19 y también está enfermo. Sufre problemas hepáticos que aún no pudo hacerse tratar.

“El drama de los chicos empleados en campos de soja es la cara de una actividad sumamente aberrante. Los niños-bandera están atados al círculo de la pobreza: ese lugar que no ve nadie”, concluyó el informe de la Asociación de Periodistas Ambientales.

Fuente: Periódico Pausa Santa Fe,nota completa clik  AQUÍ.

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