Por Matías Loewy
Las ranas “africanas de uñas” o Xenopus laevis, un insumo habitual para estudios científicos de desarrollo embrionario, salieron de su ostracismo de laboratorio. Y podrían poner en jaque o al menos modificar el modo de producción del principal cultivo de la Argentina. Al menos, eso pretende un grupo de médicos, militantes ambientalistas, campesinos y legisladores, para quienes los embriones de la ignota ranita acaban de aportar información decisiva para frenar o detener las fumigaciones con el plaguicida más usado en el país. “¿Qué más vamos a esperar?”, vociferan. El que prendió la mecha es el médico Andrés Carrasco (63), director del Laboratorio de Embriología Molecular de la Facultad de Medicina de la UBA. A comienzos de año, Carrasco extendió el modelo experimental de Xenopus a la evaluación toxicológica. Y, “por decisión personal y a todo riesgo”, como dice, se dispuso a probar los supuestos efectos nocivos del herbicida que contribuyó a impulsar el boom de la soja en Argentina. La revelación de sus resultados provocaría en los meses siguientes un infierno de acusaciones cruzadas, denuncias de intimidaciones, rechazos oficiales y cuestionamientos profesionales. Y vuelve a poner bajo la lupa las relaciones entre ciencia y sociedad. “Yo sabía que esto iba a afectar intereses”, confiesa el investigador y ex director del CONICET. “Pero no podía quedarme callado”.
La palabra clave de la controversia que agitó la rutina de laboratorio (y la vida) de Carrasco es “glifosato”. Componente activo del producto “Roundup” de Monsanto, mueve un mercado anual de US$ 600 millones. Y se vincula a la aprobación y expansión en el país de la soja transgénica, RR o “Roundup Ready”, que hoy ocupa casi 20 millones de hectáreas. Desde 1996, el consumo local de glifosato creció de 14 millones a casi 200 millones de litros.
Según Monsanto, el producto se comercializa con éxito en más de 140 países desde hace 33 años y está clasificado en la categoría de menor riesgo toxicológico. “Pruebas agudas en ratas muestran que es algo menos tóxico que la sal de mesa y mucho menos tóxico que la aspirina”, enfatiza Pablo Vaquero, director de Asuntos Corporativos de la división Latinoamérica Sur de la compañía, en respuesta a Newsweek.
Carrasco ya no le cree. Asegura que decidió realizar el estudio cuando, un par de años atrás, empezó a escuchar que algunos médicos asociaban el uso extendido del herbicida con el cáncer, malformaciones y abortos espontáneos. “Hice un clic”, grafica. “Me di cuenta de que tenía un modelo experimental con el que podía ver si el elemento era tóxico o no”. Por su condición de médico, añade, era su obligación meterse en ese tema de tanta importancia social.
Con fondos que el Estado ya asigna a su laboratorio (“si los hubiera pedido especialmente al CONICET, probablemente no me los habrían dado”, alega), el científico bañó e inyectó embriones de Xenopus con glifosato puro y también con la formulación comercial del producto, que incluye otros ingredientes, pero en dosis hasta 5.000 veces menores a las que se emplean para fumigar. Y comprobó que los embriones disminuyeron su largo, así como el tamaño de la zona cefálica y los ojos. También halló problemas en el cierre del tubo neural.
El embriólogo asegura que repitió los experimentos con distintas dosis y también con embriones de pollo, y que las malformaciones fueron consistentes y reproducibles. “Es perfectamente válido inferir que también ocurran en embriones humanos ante el impacto del glifosato”, añade.
No todos están convencidos de lo mismo. Carrasco facilitó los primeros datos de la investigación para una nota de tapa de Página/12, el 13 de abril pasado, y no los presentó en una revista o congreso de la especialidad, como resulta habitual en la comunidad científica. Ese paso es central para la dinámica de producción de la ciencia: implica un primer filtro a la calidad metodológica de la investigación y propicia el acceso de los colegas a todos los detalles de un experimento, con el fin de analizarlo y, eventualmente, replicarlo. La transgresión de Carrasco sigue siendo, no sin razón, el primer elemento del que se agarran los detractores del trabajo para cuestionarlo.
“No puedo opinar sobre el estudio del doctor Carrasco, porque nunca leímos ese trabajo en una publicación científica revisada por pares”, señala a Newsweek Guillermo Cal, director ejecutivo de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (CASAFE), para quien las denuncias sobre eventuales efectos nocivos del glifosato sobre la salud humana son absurdas y desprovistas de fundamento. El ministro de Ciencia, Lino Barañao, también le salió al cruce. En un congreso en Rosario de la Asociación Argentina de Productores de Siembra Directa (AAPRESID), y aunque no nombró a Carrasco, sostuvo que “comunicar la información preliminar de una investigación científica en un medio masivo es poco ético”. El funcionario alertó también por la aparición de un discurso que “ya no es ecologista, sino que es antitecnológico y anticientífico”. Fue ovacionado.
Sin embargo, Carrasco explica que tuvo buenas razones para violar el canon científico. “No todo lo que se publica está garantizado”, argumenta. “Lo importante es que uno esté seguro, y yo lo estaba. No estamos discutiendo una hipótesis sobre la función de un gen, sino algo de mucho impacto en la sociedad. Y yo sentí que había que decirlo”. El investigador dice que presentó por primera vez los aspectos más técnicos de su estudio en una conferencia en el Consejo Directivo de la Facultad de Medicina, el 5 de noviembre pasado, y asegura que ahora está terminando de redactar el informe definitivo para enviar a un journal.
El problema de fondo, agrega Carrasco, es que experimentos como el suyo no son bien recibidos porque traen malas noticias. Y la comunidad científica —agrega— quiere dar buenas noticias: nuevas tecnologías y productos biomédicos. “La ciencia dejó de estar al servicio de la humanidad para estar al servicio de los intereses. Las grandes instituciones académicas están muy comprometidas con los grandes concentrados de capital. Y la demanda es generar mercancías, no resolver los problemas”, dispara.
En la mañana del sábado 24 de octubre, medio centenar de médicos, ambientalistas, estudiantes y militantes sociales participaban del V Encuentro Nacional del Foro Social de Salud y Medio Ambiente, en el aula magna de la Facultad de Medicina de la UBA. Autoridades y profesores brillaban por su ausencia. En el hall, un par de stands vendían libros de alimentación orgánica y agricultura sustentable. También tarta de membrillo. Todo a pulmón. El día anterior, según el programa, tenían que haber disertado Martín Sabbatella, Hermes Binner, Fernando “Pino” Solanas y Carlos Heller. Pero faltaron, y mandaron en su lugar a asesores. “¡Lo que pasa es que no tienen h… para venir a hablar con nosotros!”, bramó ante el micrófono Hugo Gómez De Maio, cirujano infantil del Hospital de Pediatría de Posadas. “Es una vergüenza. ¡La próxima vez que yo sepa que ellos vienen, el que no va a venir soy yo!”.
Gómez De Maio integra el grupo más activo de médicos del interior del país que, desde hace varios años, vienen denunciando los supuestos problemas de salud que causa la exposición aguda y crónica a agroquímicos, y en particular al glifosato. Afirman que provocan retraso mental, trastornos del crecimiento, leucemias, mielomeningocele, abortos, defectos en la calidad del semen... En cierta forma, se sienten protagonistas de una cruzada contra los grandes intereses y las multinacionales. No se permiten la duda, y su verba es encendida. “Round Up es altamente tóxico y lo usamos como si fuera agua de colonia”, denunció De Maio en el foro. “Si no les ponemos un freno, los plaguicidas van a hacer una civilización argentina de idiotas”.
El segundo expositor de la jornada jugaba de local: era, claro, Carrasco. Desde que su investigación salió a la luz pública, cuenta que empezó a ser invitado a lugares que nunca hubiera antes imaginado. Lo presentan sin medias tintas como “el científico del CONICET que demostró que el glifosato causa malformaciones y afecciones diversas a las personas”. Y él no se encarga de desmentirlo. En los últimos meses, dio charlas sobre su estudio y la relación ciencia-sociedad en foros y encuentros públicos en las facultades de Ciencias Sociales y Agronomía de la UBA, en Rojas, en Mar del Plata, en la Cámara de Diputados de la Nación, en Paraná, en Santa Fe, en La Plata, en Villa General Belgrano...
El médico Jorge Kaczewer, miembro del Grupo de Reflexión Rural y autor del libro “La amenaza transgénica”, dice que ya existía preocupación por el glifosato, “pero con el estudio de Carrasco fue ¡pum!, explotó. Fue la frutilla del postre”. “Es como si Carrasco hubiera producido un efecto dominó”, coincide un asesor de la diputada nacional oficialista Julia Perié, quien, junto a 14 colegas, impulsó en agosto una ley para prohibir la comercialización, uso y aplicación del Roundup (el proyecto se está evaluando en dos comisiones).
Para Carrasco, es conmovedor el “calor humano” de la gente, incluyendo a habitantes de poblados rurales, que lo van a escuchar. “Casi me agradecen que exista. Sienten que por fin hay alguien que se ocupa de estos problemas”, se ufana. También denuncia contratiempos. A las pocas semanas de revelar su investigación en Página/12, cuenta que sufrió actos de intimidación en su laboratorio, cuando tres personas fueron a interpelar a sus colaboradores y pedirles de mal modo el informe de su estudio. Señala que se presentaron como abogados de CASAFE y que se fueron con las manos vacías. Cal, de la cámara, niega el episodio: “Nunca hubo ninguna acción intimidatoria. Buscamos el diálogo sobre una base científica, y respetamos todas las opiniones y personas”.
La abogada santafesina Graciela Gómez, militante contra la fumigación indiscriminada con agroquímicos y directora de la ONG Ecos de Romang, acompañó a Carrasco en sendas excursiones al interior. Cuenta que el 9 de septiembre, cuando Carrasco disertaba en unas jornadas organizadas por la Cámara de Diputados de la provincia de Santa Fe, fue hostigado a la hora de las preguntas por un miembro del auditorio que (según ella) defendía los intereses de los lobbies sojeros. “Él se defendió bien. Pero se quedó mal”, asegura. Dos semanas después, Carrasco tuvo su revancha. Dio otra conferencia en Paraná y cuando terminó, el público lo aplaudió de pie durante dos minutos. “Ahí revivió. Fue maravilloso: se lo merecía”, agrega Gómez.
Según a quién se consulte, Carrasco grafica que todavía hay científicos sensibles que se conmueven ante los problemas de la gente, o es el artífice de una maniobra cargada de intencionalidad política. “Son canalladas”, responde Carrasco. El primer día de julio, y para evitar suspicacias, el científico elevó la renuncia a su cargo como Subsecretario de Innovación Científica del Ministerio de Defensa. Se la aceptaron el día 23. “(Nilda) Garré no tuvo nada que ver con mi estudio”, brama. “La señora ministro ni sabía lo que yo estaba haciendo”. Tampoco se enojó cuando lo supo.
Otro punto central que los críticos cuestionan a Carrasco es la aplicabilidad de sus estudios a la vida real. Y hasta qué punto un análisis con embriones de anfibios puede reemplazar, predecir o aproximarse a los resultados de una investigación epidemiológica rigurosa, que hasta ahora nadie encaró “porque no conviene que se haga”, sugiere Carrasco.
Esos dilemas son habituales en la evaluación de riesgo. La ciencia ofrece un método de acercarse a la verdad, no un veredicto. Y los prejuicios o intereses previos pueden sesgar la valoración de la evidencia. Un documento de la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola (AACREA), por caso, interpreta que los métodos y procedimientos utilizados por Carrasco no necesariamente indican riesgo para alguien que no sea un anfibio particular bajo determinadas condiciones experimentales.
Jorge Adámoli, ingeniero agrónomo y profesor de ecología de la UBA, también tiene sus reparos. “El glifosato no fue creado para ser usado en el desarrollo de embriones. ¡Si los expusiéramos a la sal de cocina, al vinagre o a la lavandina, también les podría causar un efecto!”, asegura. “¿Carrasco puede no saberlo?”, pregunta Newsweek. “No. Si no se da cuenta de las limitaciones de su estudio, es que alguna intencionalidad debe tener”. Por su parte, Rodolfo Ávila, profesor de embriología de la Universidad Nacional de Córdoba, enfatiza que ninguna investigación en embriones es concluyente por sí sola si no se lo acompaña de otros estudios complementarios. “A lo sumo puede representar una señal de advertencia, pero no se puede hacer una extrapolación directa a los efectos en seres humanos”, advierte.
Meses atrás, un informe multidisciplinario del CONICET concluyó que no había datos suficientes en la Argentina sobre los efectos del glifosato en la salud humana. Pudo haber sido un golpe de gracia. Pero para Carrasco, el documento es “grave institucionalmente, indignante” porque, entre las referencias bibliográficas, se cita estudios encargados por Monsanto. Y porque uno de los autores que lo firma también tiene vínculos con la multinacional. Respecto a las otras críticas, aduce que son “chicanas baratas”, “escaramuzas dialécticas”, “argumentos que destituyen la seriedad de la ciencia”. Su pecado, argumenta, fue meterse con un desarrollo tecnológico que la mayoría de los científicos defiende en lugar de mirar críticamente, lo cual, de alguna manera, los impermeabiliza frente a cualquier cuestionamiento de buena fe. ¿Es un quijote incomprendido, un provocador o un rebelde equivocado? Quizás eso es lo que menos importa. Kaczewer anticipa que Carrasco va en camino de ser un “paria”, como les pasó a otros científicos que “examinaron las verdades en lugar de transar con el poder”. Carrasco saca entonces pecho, y no se sabe si lo sufre o en realidad lo disfruta: “Yo sé que esto algún día me lo van a facturar. Pero yo me lo banco. Con la ciencia”.
Fuente: Revista Newsweek
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